A veces sólo son sus nombres los que crean una geografía urbana. En los vagones del metro, por ejemplo, está escrita la historia en comprimidos. Los nombres de sus estaciones, a medida que se suceden, hacen un repaso febril y cotidiano sobre los acontecimientos patrios, masculinos y públicos, que deben quedar grabados en la memoria: batallas, triunfos y por supuesto, héroes. Nombres como Revolución, Insurgentes, Hidalgo, Niños Héroes, Juárez, Mariscal Quevedo, Constituyentes, Pino Suárez, Zapata, General Allende son la mayoría. Después vienen los también abundantes nombres de poblaciones indígenas y, por último, algunos escasos nombres de santos (también masculinos) como San Cosme o San Pedro, con alguna rara excepción como Santa Anita.
A las mujeres en este panteón patriótico les queda apenas el lugar (aunque prolífico, es verdad) de la alegoría. Así, a los hombres se les recuerda por una acción, un pensamiento, una decisión con nombre propio. Mientras las mujeres solo representan con su gracia, sus melindres o a veces su gravedad, una abstracción: la guerra, la gloria, el duelo. Ellos van arriba, ellas abajo. Ellos se sientan en tronos y altares, ellas los coronan. Ellos agitan espadas, marchan, cabalgan airosos sobre caballos. Ellas se sientan, esperan, ríen, bailan. La ciudad se constituye entre unos y otras.