El cuerpo ejemplar de Guadalupe, el heroico de Carlos V, el alegórico del Ángel, con su perfección y claridad retórica se han disuelto en esta masas monstruosas que hoy llegaron de repente a convivir con los antiguos inquilinos del lugar. En los nuevos visitantes, las formas se riegan, los mensajes se quiebran, los ejemplos corporales se fracturan, las fanfarrias se apagan y solo se escucha el sordo rumor de lo onírico: la belleza decimonónica se ha quedado muda. Los etéreos sueños tomaron el peso del bronce y el relato del Porfiriato dramatizado en las calles y parques del DF se estremece. Es que los ángeles endemoniados de Leonora Carrington han tocado con sus erráticos pies la cuadrícula perfecta de la plaza. Ella, dicen, murió antier.
La ciudad ha venido a buscar el aura de su fantasma al atrio del Palacio de Bellas Artes. Madres y sus hijos, universitarias de minifalda, niños con globos, todos se agolpan en su último homenje, mientras personas vestidas de negro y más elegantes pasan adelante, a la zona VIP del duelo. Por entre la multitud se abre paso una mujercita pequeña, de impecable vestido oscuro y cabello balnco, que pasa a mi lado mientras hago bulto con todos los demás en ese espacio cargado de la ansiedad que produce siempre la ausencia del cuerpo de los muertos. Alguien la reconoce, pero no alcanza a pronunciar su nombre, no le sale a pesar de que lo tiene en la punta de la lengua. Otra persona le ayuda: "Es Elena Poniatowska, la del libro". Claro, su amiga, su biógrafa, está allí, como una plañidera discreta y grave. Un mito visitando a otro mito. Saluda a sus hijos, se sienta silenciosa en su lugar. Mientras, Leonora espía desde la eternidad en blanco y negro de una fotografía gigante que atrapó esa mirada suya que en cada momento constataba que lo que buscaba no estaba nunca afuera.
Con Leonor, quedó muy claro que las mujeres no sólo estaban para protagonizar los sueños y las fantasías de otros, ellas también soñaban y vaya lo que soñaban.
Mientras, estas esculturas intrusas nos dejan ver otra ciudad al fondo de sus cuencas vacías. Reescriben esta piel urbana grandilocuente tejida con batallas y cuerpos fibrosos. "Sweet dreams are made of this" decía la pegajosa canción pop de los 80. Sin duda, los sueños podrían estar hechos de esto, de lo que no estaría tan segura es de su dulzura.
Sus engendros oníricos desafían hoy el principio de realidad de los inflamados himnos patrióticos relatados en las piedras talladas de la ciudad. La gente lo siente, se acercan, husmean, se extrañan y a veces se dejan clavar la espada de la visión en el pecho. Los caballos revolucionarios se siguen encabritando, pero los monstruos gélidos de Leonora abajo socavan el brillo de las despejadas autopistas de la épica.