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domingo, 28 de agosto de 2011

Guadalupe y las Lupes




Virgen de Guadlupe. Lourdes Almeida. 1987



Para sumergirnos en el laberinto de espejos de las revisiones del icono mariano, podíamos empezar con la imagen de la Virgen de Guadalupe realizada a partir de fotos Polaroid por la artista mexicana Lourdes Almeida en los años 80.  Este trabajo inmediatamente nos conecta con uno de los elementos esenciales del fenómeno iconográfico de Guadalupe.
 Esta imagen, que según la tradición se diferencia de todas las demás porque es la “verdadera”, porque no fue pintada por mano de hombre alguna, sino “directamente” por la divinidad, paradójicamente debe  su fuerza avasalladora a la copia humana. Si la imagen “verdadera”  de  Guadalupe está en el Tepeyac, no hay mexicano o latinoamericano -en Colombia, por ejemplo,  pulula en los altares de la  religiosidad popular- que no tenga una reproducción de esta virgen en su casa, en los autobuses, en las panaderías, en los santuarios de los caminos,  en los parques, en la salida del metro, por no hablar de su presencia agobiante en los museos. Y eso gracias a múltiples pintores de renombre, de Baltasar de Echave Orio a Miguel Cabrera, pasando por toda una horda de artistas anónimos quienes se han visto impelidos a realizar precisamente una copia para satisfacer la ansiosa demanda iconófila de los fieles.  El afán y la  necesidad de la copia era tal, que en las representaciones de Guadalupe se incluían otras imágenes de la misma virgen.
 Almeida se une a esta tribu de copistas humanos que viene de los tiempos virreinales con el medio reproductor por excelencia de la contemporaneidad, aquel  que acabó con el aura de las imágenes únicas: la fotografía. Su Guadalupe, una imagen construida con versiones parciales  de sí misma  en una lógica casi fractal, nos llevaría por un lado a revisar el tema del original y  la copia a nivel de la obra de arte, pero también a reflexionar sobre el “cuerpo verdadero” de María como cuerpo ejemplar  simbólico al que se amoldan ancestralmente las corporalidades reales de las mujeres latinoamericanas. Estamos en los terrenos de la “fábrica de imágenes barrocas” de la que habla Sergei Gruzinski, cuyo fin natural parece ser transmutarse en una fábrica de cuerpos, mecanismo que todavía parece vigente en América Latina (1). Esta propuesta de Almeida es como una especie de muñeca rusa que incluye en sí misma y en  diversos niveles las posibilidades de ese cuerpo arquetípico y su realización, el modelo y sus imitaciones. Guadalupe y las otras miles de Lupes de carne y hueso mexicanas parten de un consenso universal e indiscutido sobre el cuerpo de la mujer latinoamericana. El manto de Guadalupe dibuja un contorno más allá del cual no hay posibilidades corporales ni representativas para lo femenino.
 La versión de Almeida no deconstruye el código de esta iconografía como lo harán otras artistas que convocaremos luego, pero respetándolo, lo interroga. Hace, pues,  énfasis en la calidad de imagen más que de Diosa de Guadalupe, en su creación colectiva y social más que sobrenatural, en su instauración como cuerpo ejemplar, en la fragmentación de un cuerpo arquetípico que ya no puede percibirse total en la posmodernidad. Un cuerpo que se ha quebrado cuando se quebraron todas las seguridades culturales, que ya no puede encarnar discursos totales porque estos no existen más. Un cuerpo quebrado al que le corresponde una representación quebrada que se apoya además en una técnica fragmentadora como lo es el ojo de la cámara fotográfica. Y desde aquí hace un monumento a la sobrerrepresentación guadalupana, ya sea en los lienzos, ya sea en la carne. Porque en México, Guadalupe está en todas partes, pero en ninguna parte tan profundamente como en los cuerpos.

(1) Desarrollo está idea en la invesigación "De la antomía piadosa a la anatomía política.

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