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miércoles, 25 de mayo de 2011

Al viento de las tierras mexicanas

El inconfundible paisaje mexicano  empieza a brotar abajo. Arrugado y lacustre. Con montañas chatas que difieren de los Andes nevados y picudos  que se extienden hacia el  sur y a los que estoy más acostumbrada. Mar a un lado y al otro, tierra roja y verde. La tierra de los volcanes vivos.  Una tierra convulsa, enardecida y siempre en movimiento. No en vano los temblores y terremotos que la revuelcan, la deshacen y la hacen con una cotidianeidad espantosa para quien mira esa lógica telúrica desde afuera. No en vano los trepidantes paisajes de Siqueiros tan presentes en colecciones colombianas como la del Museo de Antioquia y la del Banco de la República de Bogotá, donde aprendimos a cogerle el gusto a estas formas delirantes.

Una tierra picante. Alguien me cuenta que el pique de los ajís lugareños no se debe solamente a las propiedades de  la planta, sino a los elementos de la tierra que chupan. Si los siembras en otras partes, España por ejemplo, donde los conquistadores  intentaron plantarlos, salen dulces, sin los ardores mexicanos.
Entrando por Oaxaca, aparece entonces el monstruo.  A mí, que vengo de una ciudad con dos millones de habitantes, no puede parecerme otra cosa ese tumulto de 20 millones de personas extendidas en una roja zona plana con todo tipo de formas geométricas. ¿Caos controlado o control en el caos?  Después de algunos minutos de sobrevolarlo, aterrizamos suavemente en México DF, la tierra de Guadalupe y Frida, hoy por hoy sus dos santas patronas místicas y políticas. El sol abraza en un verano de los más calientes que recuerde la ciudad. Debo quitarme la chaqueta que traigo desde la escala en una Bogotá inundada por las aguas de los recientes diluvios andinos. El aire se siente seco.

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