Entradas populares

lunes, 6 de junio de 2011

La señora de los sueños (paréntesis)


Sábado 28 de mayo al mediodía,  Plaza del Palacio de Bellas Artes, el sol castiga por igual las pulidas pieles blancas de mármol y las morenas sin protección de los transeúntes. Invasión de monstruos.


El cuerpo ejemplar de Guadalupe, el heroico de Carlos V, el alegórico del Ángel, con su perfección y claridad retórica se han disuelto en esta masas monstruosas que hoy llegaron de repente a convivir con los antiguos inquilinos del lugar. En los nuevos visitantes, las formas se riegan, los mensajes se quiebran, los ejemplos corporales se fracturan, las fanfarrias se apagan y solo se escucha el sordo rumor de lo onírico: la belleza decimonónica se ha quedado muda.  Los etéreos sueños tomaron el peso del bronce y el relato del Porfiriato dramatizado en las calles y parques del DF se estremece. Es que los ángeles endemoniados de Leonora Carrington han tocado con sus erráticos pies  la cuadrícula perfecta de la plaza. Ella, dicen, murió antier.



La ciudad ha venido a buscar el aura de su fantasma al atrio del Palacio de Bellas Artes. Madres y sus hijos, universitarias de minifalda, niños con globos, todos se agolpan en su último homenje, mientras personas vestidas de negro y más elegantes pasan adelante, a la zona VIP del duelo. Por entre la multitud se abre paso una mujercita pequeña, de impecable vestido oscuro y cabello balnco, que pasa a mi lado mientras hago bulto con todos los demás en ese espacio cargado de la ansiedad que produce siempre la ausencia del cuerpo de los muertos. Alguien la reconoce, pero no alcanza a pronunciar su nombre, no le sale a pesar de que lo tiene en la punta de la lengua. Otra persona le ayuda: "Es Elena Poniatowska, la del libro". Claro, su amiga, su biógrafa, está allí, como una plañidera discreta y grave. Un mito visitando a otro mito. Saluda a sus hijos, se sienta silenciosa en su lugar. Mientras, Leonora espía desde la eternidad en blanco y negro de una fotografía gigante que atrapó esa mirada suya que en cada momento constataba que lo que buscaba no estaba nunca afuera.

Con Leonor, quedó muy claro que las mujeres no sólo estaban para protagonizar los sueños y las fantasías de otros, ellas también soñaban y vaya lo que soñaban.




La belleza, los cuerpos, los roles de las mujeres de Leonora rompieron con las mistificaciones, idealizaciones, folclorizaciones femeninas. Sus mujeres caminaban por el centro de las avenidas del delirio, solas, fuertes. podían hacer cualquier cosa, conectarse con lo que fuera, mutarse, volar, reptar, habitar un mundo ancho y propio, ser las únicas tramitadoras de sus pesadillas. También las dueñas de sus dominios donde bebían de las fuentes ancestrales de las diosas celtas, asirias, medievales. Sus cuerpos eran flexibles y maleables, como eran flexibles y maleables los límites entre los caducos reinos de Aristóteles, o las casillas del género. Ellas podían reescribir a los unos y a los otros. Seres con cabeza de gato, cola de esfinge, dientes de cococodrilo: "para comerte mejor", le decían a una realidad de la que se habían fugado o a la que quizás con toda seguridad nunca habían pertenecido.


Lejos de los códigos barrocos, de los ideales de la República, de los mandatos del muralismo, de las manías del modernismo, incluso de los estilemas surrealistas, sus mujeres independientes jugaron con sus cuerpos como aquellas que retratarían años después Flor Garduño o Graciela Iturbide por los polvorientos caminos del país y de la historía, siempre a un paso del animismo, del chamanismo, de las feroces mezclas mexicanas. Leonora amó a México, un paréntesis a la realidad en el que se hundió. México amó a Leonora y hoy está aquí, despidiéndola.




Mientras, estas esculturas intrusas nos dejan ver otra ciudad al fondo de sus cuencas vacías. Reescriben esta piel urbana grandilocuente tejida con batallas y cuerpos fibrosos. "Sweet dreams are made of this" decía la pegajosa canción pop de los 80. Sin duda, los sueños podrían estar hechos de esto, de lo que no estaría tan segura es de su dulzura.




Sus engendros oníricos desafían hoy el principio de realidad de los inflamados himnos patrióticos relatados en las piedras talladas de la ciudad. La gente lo siente, se acercan, husmean, se extrañan y a veces se dejan clavar la espada de la visión en el pecho. Los caballos revolucionarios se siguen encabritando, pero los monstruos gélidos de Leonora abajo socavan el brillo de las despejadas autopistas de la épica.



El homenaje sigue su curso, sus hijos lloran, algún crítico recuerda más que sus obras el olor único de su cocina, se escuchan acordes de guitarra, alguna flor cae, y todos posamos al lado  de figuras que en cualquier momento podrían mordernos algún pedazo de razón. La ceremonia termina, y la plaza queda toda la tarde como un bizaarro espectáculo circense al que le sobra o le falta algo con estas extrañas figuras contaminantes. La ciudad invadida pierde su eje. Me queda la sensación de haber participado de un momento histórico: un lúcido ojo se ha cerrado después de 90 años. Quedan para un buen rato sus imágenes.


Ciudad cuerpo a cuerpo: Colombia


Virgen. Parque Lleras. Medellín
Monunentos Heroicos. La Playa. Conquistador Jorge Robledo. Medellín.


Mural Pedro Nel Gómez. Parque Berrío. Medellín


Esquina de las Mujeres y valla. Medellín

Vallas Metro de Medellín



El cuerpo a cuerpo en las ciudades colombianas, como en tantas otras latinoamericanas, está planteado casi en los mismos términos. Varían, eso sí, las dimensiones y los personajes que se encorsetan en las casillas de mármol y bronce.