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miércoles, 25 de mayo de 2011

De soles y planetas


Ellas, por regla general,  parecen tener siempre que gravitar alrededor de un él.  Al respaldo de Frida en el billete de 500, como no, está Diego en una faceta afable de intelectual con gafas. La pequeña  Frida y el monumental Diego parecen una versión secular y local de Cristo y María, nuevos padres de la patria como en su momento y sin tanta suerte aspiraron serlo los emperadores de bolsillo Maximiliano y Carlota, antes de su rabiosa expulsión y ejecución del país de los mexicas.  




La Virgen de Guadalupe, como queda establecido en una portada de la revista Artes de México (Visiones de Guadalupe, No 29) y en un esclarecedor artículo de Jaime Cuadriello,  a pesar del aislamiento en su brillante crisálida sacra, también tiene una pareja masculina: San Miguel Arcángel, por no hablar de Juan Diego, su varonil hijo mexicano o San Juan, a quien se le apareció en México-Tenochtitlán, la versión criolla del Patmos apocalíptico.
Últimamente, Guadalupe también baila  su danza mixta con un insuperable compañero: el canonizable Juan Pablo II. Una reciente profusión de imágenes está construyendo una  iconografía inédita donde la Virgen -en un movimiento transgresor de las leyes de la fisiología pero totalmente válido  en el terreno de los imaginarios- termina por ser incubada  en el vientre del mediático Papa. Es que así como Guadalupe escogió a México entre los pueblos de la tierra para mostrarse en todo su esplendor, Juan Pablo también hizo una elección de este tipo, al declararse mexicano y adorador de Guadalupe, más que de cualquier otra virgen en el mundo. Los fieles locales agradecen  este gesto pero, además,  quieren eternizarlo en las memorias. Así  funden su escultura en un material tan duro como el bronce en el famoso santuario mariano para que la Historia no lo olvide nunca jamás.




Y, por supuesto, como me lo recuerda el profesor Antonio Rubial, a la bastarda Malinche se le concibe en las iconografías del siglo XVI, repetidas en códices, biombos y primeras pinturas novohispanas,  ya sea como  la traidora amante  de Hernán Cortés o como la esposa noble de Moctezuma, con la que forma otra pareja de padres de la patria, para una nación huérfana que ha decidido tenerlos  a toda costa.



Palacio San Idelfonso, Mural Orozco



En Colombia nuestra Pola también está inevitablemente asociada a su historia romántica con Alejo Sabarain. Tanto que en el año de las inflamaciones bicentenarias, la industria de las telenovelas nacional no resistió la tentación de convertir esta historia patriótica en un intenso melodrama donde se  pintó la oscuridad y vaguedad del personaje histórico con los colores rosa y brillantes del romance. Por no hablar de Manuelita, una mujer que más que a una patria, amó, salvó, vivió y después se enterró en vida gracias a su obsesión por un héroe (una obsesión cercana a la de Frida por Diego).


La Pola, telenovela RCN, Colombia

Es como si este procedimiento sintáctico repetido (de poner sistemáticamente un él al lado de una ella) nos hablara de la apropiación masculina de un símbolo femenino.  Obviamente el mundo es mixto y los imaginarios de los géneros se constituyen por contraposición. Pero para la estructura del relato del héroe la presencia de la mujer no ha sido una condición indispensable ni definitiva. María no es una diosa, es la Madre de un Dios. Cortés o Moctezuma existirían sin Malinche,  Diego indudablemente sin Frida, Bolívar sin Manuelita. Sin embargo, para estas heroínas la ecuación contraria no se da. Ellas parecerían no ocupar un lugar en la historia, sino se les coloca en una órbita alrededor de un sol masculino. Guadalupe, Frida, Malinche, Manuelita, a pesar de sus bríos, parecen declarar en estos imaginarios su irreductible condición de planetas, rutilantes es verdad,  pero al fin y al cabo planetas.  

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