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jueves, 28 de julio de 2011

De carne y hueso (Anatomía de una virgen 2)


María fue sobre todo fue un cuerpo.  La entrada de María entre nosotros no se dio sutilmente, como la idea compleja de un debate teológico (que en su momento lo fue),  sino que cayó sobre América con la fuerza de una robusta bala de carne disparada por algún cañón divino.

Museo Virreinal de México. Tepozotlán. Foto: Sol.A.G.E
 


Hay que ver representaciones como las inmaculadas de los pintores novohispano Alonso López de Herrera, de  Basilio de Salazar, de José de Ibarra, o las del neogranadino Gregorio Vásquez, o las vírgenes quiteñas, para entenderlo o para recordarlo.


Mujer Apocalíptica quiteña. S XVIII. Colección Arquidiócesis de Medellín (Colombia).
María baja de los cielos impulsada por huracanes místicos que revuelven su pelo y sus mantos, y cae con toda la fuerza de su corporalidad de las alturas cósmicas y eternas a la tierra física y a la historia humana. Su figura se apropia de todo el lienzo, sin importarle contravenir las leyes de la perspectiva. Es más grande que todo, no siguiendo las convención ópticas de la representación, sino  porque es más importante que todo. Y porque en su cuerpo se condensa todo.  Ante su solidez,  el mundo se vuelve apenas una pelota de fútbol a sus pies. También el mal, las serpientes, los dragones, los bichos se empequeñecen, mientras la oscuridad de la luna pagana retrocede.  María, vestida de sol, es la reina del barroco, se roba los imaginarios, hipnotiza a los fieles y construye una pinacoteca absolutamente femenina. 
Aunque nos insisten los teólogos que sólo es la madre de Dios, a nadie le cabe la duda de que su presencia es de Diosa. Ella le da la talla, cuerpo a cuerpo,  a Isis, a Venus, a Coatlicue, a Bachué.  Más carnal que cualquiera de ellas, sin embargo la suya  se trata de una carne domada.

Coatlicue.

Virgen de Belén. S XVIII. Museo Franz Mayer.

   




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